La calzada fría no tiene piedad.
Y yo, no la tengo tampoco.
Si viene, irresponsablemente a buscarme
¿Qué puedo hacer yo?
¿Me permito no comer esta noche?
Subo a su auto,
consciente de que será víctima.
Y yo, victimaria: verduga, enmascarada en una falda.
La candente historia entre mis piernas
es su debilidad,
le gustan las almas sueltas.
Y mientras la luna conjuga mis pesares con sus rayitos plateados,
y me cosquillea el estómago por falta de alimento,
me esmero por parecer más sexy, más alta, más flaca…
Aprieto el estómago y debajo de mis piernas,
la cruz de mi madre
que llevo pegada al interior de la corta falda.
Pienso – es más, estoy segura – que sostenerla fuerte
entre mis putos dedos,
me salvará de un posible arranque de rabia,
en donde consuma sus problemas y su odio.
Me ha pasado.
Ser del viejo oficio,
con rápido y superficial beneficio,
provoca heridas que aparentan sanar en el cuerpo,
pero, dejan sangrando el espíritu.
No obstante, me siento.
Corro el cinturón, lo abrocho,
el habla de hotel, luego de casa, luego de amigos.
La tarifa es más alta, le digo.
Mete su mano caliente y áspera bajo la falda gris,
y yo pongo el ‘putímetro’…
Me ha resultado trabajar por tarifas a cada movimiento, recalco…
Eso ya son 5 dólares.
Y a lo profundo son 7.
Y si te los llevas al paladar, 10.
Puta fina, responde…
Se limpia los dedos.
Finísima la delgada línea entre la mentira del tiempo extra
y mi presencia aquí como copiloto con ese anillo, cariño.
Me mira,
logro fijar sus lámparas azules en mi rostro.
Me toca la cara, me ahorca despacio, como jugueteando…
Conducimos por una callecita vieja,
con una hilera de luces y un viejo que cruza,
Que pide, que limpia, que vende…
Una que otra amiga me reconoce,
y me hace de la mano, discretamente,
como limpiándose la frente.
Uno que ofrece rosas, se acerca a la ventana.
Él compra un ramo, me pide que lo acepte.
¡Puta madre! ¿Desde cuándo regalan estas cosas, los clientes?
Toma mi otra mano, está erecto.
La meto. Está caliente, pero,
siento algo diferente.
No tiene pelos, pero no pincha.
¿Qué pasa? Le pregunto.
Se quita el sombrero.
Tiene cáncer. Lo sé.
La luz tenue me mira enfadada.
Quise dañarlo, contagiarlo, castigarlo.
Ahora indago más y sé que se muere.
Que correcto ha sido su vida entera
y siente que no ha vivido.
Que quiere adrenalina en la sangre.
Enmudecemos.
Y llegamos al más random de la avenida.
Un hotelucho viejo pero aún decente.
La cama tiene rosas y una botella de whisky barato.
Le digo que no puedo hacerlo.
Que no quiero que muera más rápido que yo.
Me mira con lástima.
Yo, con ternura.
Dos almas solitarias, a punto de enfrentarse
al más allá, inexplicable y desconocido.
Me toca la cintura, que quiere que lo ayude.
No le pregunto más.
Lo toco con mis manos tersas,
Me acerco su miembro a mis labios…
No me atrevo.
Lo suelto. Bailo para él.
Se descubre entonces así mismo.
Agita el asta de su gran bandera
hasta que dejo que desfogue su blanco manantial,
por encima de mis senos…
Me abraza. Lo abrazo.
Saca el dinero, le digo que no quiero.
Que su sonrisa me ha pagado más de lo que espero.
Se marcha diciendo ‘a mañana no llego’.
Mas, me voy contento.
Lo leo en el diario matutino.
Ha muerto.
Vicepresidente de un banco importante,
con una esposa, tres hijas y un perro.
Lo quiero…
Siempre diré que esa noche, para mí, fue un año entero.