Eras otro.
Éramos otros.
Ahora extraños,
tuertos de espíritu.
Era otra.
Éramos otros.
Antes almas fundidas,
carne en frenesí.
Eres lo que han hecho de ti, mis años.
Soy lo que has hecho de mi, contigo.
Me vi pasar, sin recuperarme.
Dejé que la ingenuidad me abrace.
Y la costumbre se abrió paso
y ennegreció el camino, nuestra paz.
Frente al río, sostengo tu mano.
Me miras como encontrándote en la ceguera.
Y me agarra las piernas, la temida pregunta
¿qué hizo tu actual yo con lo que era mío?
Frente al río, con todas tus arrugas,
me tiendes el brazo sobre la cintura.
Y me arrojas lentamente en un empujón.
Te lo he pedido. Se acaba todo.
Te miro ansiosa y te encuentro,
en la piedad de un matón.
Me agarra ipso facto tu cansancio,
me pide que me quede. Te dices que no puedes.
Es la quinta vez en este mes.
Te odio, me odias.
Te amo, traspasando mis siete vidas.
Me amas, escondiendo el traje a la muerte.
Volvemos a casa.
El cabello del pasado vuela hacia la calle.
La altretamina deja sus huellas.
Me duele el cuerpo, me dueles tú.
Y te odio
porque pareces amarme cada vez más.
Viejo bruto, viejo tonto,
déjame marchar con el sufrimiento,
a su compás.
No vengas conmigo,
pierde la paciencia y la calma.
Me duermo.
Y en el trance de mis recuerdos,
estamos los dos suspendidos en el cielo.
Corren por allí nuestros hijos,
nuestros nietos.
No me cures más,
sé grosero.
Deja que se me seque el verso.
No me des más de beber.
Deja que me acabe.
Conjuga tu maldad sobre mi cama.
Ahógame con la almohada.
No quiero pedirte más nada.
Solo tu piedad a tiempo,
y tu decisión descascarada de amor.
Eso sí, guárdame el secreto.
Debo morir yo para que vivas vos.